Generado en las profundidades del subconsciente —en ese umbral donde realidad, espejismo, alucinación, hipnosis y deseo se electrocutan—, Adumbratio se despliega como un misterioso juego de trazos al carbón y pinceladas al óleo corporeizándose en forma de 15 dibujos, 6 pinturas y 3 recortes hard edge sobre trupan.

Todo empieza por el título: Adumbratio es una palabra en latín que podría traducirse como "sombra" o "sombreado". En el contexto artístico refiere al proceso de crear tonos más oscuros para producir profundidad y volumen. Por cierto, se trata de una técnica especialmente idónea a la hora de representar la interacción de la luz y la sombra creando ilusiones de tridimensionalidad y realismo en la representación de objetos y figuras.

Objetos y figuras que, en este caso, se arrastran desde los recovecos oscuros de la imaginación y terminan por aparecer cargados de una extraña e inquietante belleza. He ahí lo subyugante: cada cuadro es un portal hacia lo desconocido, hacia las profundidades inexploradas de la psique. De modo que, individualmente o ya en conjunto, compone un intrincado universo donde los límites se desdibujan y los sueños se apoderan de todo.

Claro, esta ya es una marca de fábrica: hace casi medio siglo años, desde los albores de su creatividad, Francisco Vílchez viene pintando efebos, figuras juveniles que evocan la belleza idealizada, entrelazándose con la curvilínea gestualidad de mujeres voluptuosas en trance cárnico. Una danza caótica de formas y deseos brotando desde el pincel de un el artista desafiante con las convenciones y notable explorador del deseo humano. Una amalgama de cuerpos fusionados disolviéndose en un torbellino que trasciende lo físico y penetra lo espiritual.

De lo cual pueden dar cuenta sus 18 individuales anteriores. Las más próximas en el tiempo fueron “Intermitencias” en el Centro Cultural Inca Garcilaso del Ministerio de Relaciones Exteriores del Perú, el 2018, y “Profundo carmesí” en el ICPNA de San Miguel, el 2021. Esta vez precipita hacia su propio vértigo a personajes mitológicos –Aquiles y Patroclo, Salicio y Nemor, el Oráculo de Delfos–, arcángeles arcabuceros, juegos de abalorios, fieros combatientes de la yihad islámica y hasta un sorprendente “uno dos ultraviolento” extraído del punk latinoamericano de los ochenta.

Pendulando desde el 2006 entre San Juan de Puerto Rico y Lima, Vílchez mantiene intacta su capacidad de conmover en cada trazo detrás del cual habita una historia no contada, un susurro de lo que yace bajo la superficie de lo aparente. El artista, como un chamán moderno, convoca a los demonios más fascinantes y los libera en el lienzo para que revelen sus secretos al espectador más atrevido. Su obra reflexiona sobre la naturaleza humana, explora las dualidades que nos definen. La luz y la oscuridad, lo bello y lo grotesco, la razón y la pasión. Todo en un engarce, en una danza de contrastes que desafía la percepción y cuestiona las convicciones.

El de Vílchez es, pues, un tour de force por los reinos de la imaginación y la introspección. Donde toda certeza queda suspendida, lo insólito se convierte en verdad latente y la belleza florece incluso en los lugares más extraños, sorprendentes e insospechados. Y está bastante claro que para lograr todo eso hay que ser mucho más que virtuoso.