Subversivo como Caín; sardónico como Pepe del Salto Cadbury: cáustico venenoso y punzocortante como Lorena de Altagracia Juana Leonor Tudela de Albornoz y Loveday López de Romaña (la China Tudela, para los amigos), en Rafo León (Lima, 1950)​ conviven tanto el perpetrador de aquellos personajes entrañables como el sagaz cronista de viajes, guía de costa y sierra, antiguía del centro de Lima, escritor de ficciones desopilantes y algunas otras fricciones de insidiosa ternura.

Pero así como muy pocos saben que es sobrino de Martín Adán, el primer héroe maldito de la literatura nacional, casi nadie estaba enterado de su entrega absoluta a la pintura: pasa todo el día en su taller, devorado por colores, subsumido entre chisguetes. Claro, usa el caballete como un escudo infranqueable. Pero logramos arrancarle un buen puñado de palabras a propósito de su estreno en galerías: Colmena 412, la colectiva que este viernes 15 de setiembre se inaugura en la galería de la Universidad Federico Villarreal en el centro de Lima. Escuchémoslo, aquí ni una sola coma tiene pierde:

¿Cuándo decides entregarte a la pintura (o siempre estuviste allí y recién nos enteramos)?

Desde que tengo memoria me he sentido fascinado por la pintura realizada en distintos momentos de la historia, una seducción extraña porque en sí misma reunía a Fra Angelico con el pelele de Goya y al Giotto con las rayas del árbol de Mondrian, combinaciones imposibles dignas de Borges. De niño juntaba y pegaba en un gran álbum las imágenes recortadas de revistas, de diccionarios, de libros de arte, yo era el terror de las bibliotecas con esa manía de robarme las páginas donde aparecían reproducciones de obras plásticas para pegarlas en un enorme álbum de tapas duras. Pero una cosa es apreciar algo y otra, tratar de meterte en el alma de quien creó ese algo, para hacer. Dibujaba bien, sobre todo figura humana pero fracasaba sonoramente cuando había que aplicar color. En el paisaje mi pasto era esmeralda, la casita roja bandera, el lago verde perico y el cielo amarillo Caterpillar. Soy daltónico en el grado más extremo de esa discapacidad. La consecuencia de ello fue que en mi entorno –familia, colegio, amigos- se burlaran de mis colores sin misericordia. Nadie sabía en ese entonces que existía el daltonismo, mi manera de pintar era interpretada como el resultado de una tara de la que debía yo sentirme culpable y tratar de curarla. Simplemente dejé de dibujar y de pintar en la adolescencia, pero no de apreciar el arte con verdadera fruición. Con los años, en la adultez, en un momento sentí que había dejado trunco algo que fue importante para mí. Trabajaba en publicidad, vivía muy estresado y apagado. Entonces me metí al taller de dibujo de Cristina Gálvez y al hacerlo sentí que llevaba las riendas de mi vida por una buena trocha. Iba a dibujar figura humana con modelos desnudos tres veces por semana al taller y en los descansos de las clases me sentaba con Cristina a fumar y a conversar, qué mujer extraordinaria Cristina. En una de esas salió el tema de mi daltonismo. Cristina me quedó mirando con esos ojos que te traspasaban y me dijo que esa condición de discrómico de ninguna manera yo debía tomarla como un hándicap; por el contrario, “tienes la posibilidad de crear tu propia clave cromática, no desperdicies un don”. Estuve dos años en el taller y lo dejé. Sin embargo me perseguía la experiencia de haber estado aprendiendo a construir una figura sobre papel, a colocarla en un espacio, a centrarla y basarla para evitar que se cayera, sin distraerme en detalles secundarios. Años más tarde tomé clases de pintura con mi compadre Salvador Velarde allá en su casa de Pachacamac. Aludiendo a mi desesperación por empezar y terminar un cuadro en la misma sesión, Salvador clasificó mi estilo en una nueva categoría, el “urgentismo”. Pasé por unas pocas clases con Quique Polanco en Corriente Alterna pero no tenía tiempo ni claridad para pensar en dedicarme a eso. Fue en el año 2017 que la cosa tomó cuerpo y decisión. Yo venía trabajando en un programa de televisión sobre viajes, en ese entonces ya iba por los diecisiete años de producción y había realizado cuatrocientos programas, en el Perú y en otros lugares del mundo. Pero me cancelaron el programa debido a un bajón financiero del canal. Y me quedé en cero. Me asusté, menos por el tema económico que por la nada; es decir, el vacío, una cotidianeidad sin contenido llena de series de Netflix, vodka y pensamientos suicidas. No lo podía permitir. No recuerdo cómo fue que de pronto llamé a Daniel Peña, buen artista y amigo, profesor de arte de larga data, para que me diera clases de dibujo. Daniel aceptó y comenzamos con viada. Cuando aplicaba el lápiz sobre el papel tratando de reproducir la presencia de una taza sobre un mantel, mi mano establecía una relación con el objeto que lo hacía mío, creaba un circuito cerrado, una experiencia que solo había tenido en el taller de Cristina. Lamentablemente un cáncer se llevó a Daniel y volvía a quedarme en la nada. No lo iba a resistir, me comuniqué con Gino Ceccarelli para que tome la posta y en ese momento fue que decidí darme del todo a eso que estaba por emprender: un taller, materiales, objetos referenciales, un pintor enseñándome cosas como la veladura, el escorzo, las combinaciones clásicos de color y la transgresión a estas. EI daltonismo reclamaba su lugar y yo se lo fui dando. Ceccarelli me enseñó cómo enfrentar todo eso con cancha y concha y resultó genial. Luego cambié de profesor y comencé a trabajar con Bernardo Barreto, una combinación extraña de estricto académico con expresionista a lo bruto. Fueron muy buenos años en los que Bernardo me afincó en la composición y el claroscuro. Desde hace unos meses vengo trabajando con Alejandro Alcázar, artista muy joven pero que tiene la energía de una abeja alimentada con pólvora. Alejandro es sumamente exigente en eso de trabajar las obras como un conjunto, imaginadas y vistas como una unidad entre todos sus elementos, con especial atención en la técnica y el uso del material. El daltonismo dejó de importarme aunque debo reconocer que a lo largo de estos años, algo he aprendido en cuando a controlar el color para evitar el marrón sucio o ese verde piscina que resulta del desconcertado aplicar colores sin ton ni son.

No sé si he respondido a la pregunta, pero todo lo escrito es cierto. Además evidencia algo que está en la interrogante. El impulso por dibujar y pintar parece haber estado siempre allí, en ocasiones pudo emerger pero en general se mantuvo reprimido por varias fuerzas: el daltonismo, la presión del entorno, la urgencia por tener que trabajar para solventar a mi familia, las excusas. Hoy, por fin y aunque ya sea demasiado tarde, no hago otra cosa que pintar.

Me envían dos imágenes de las obras que presentarás en la colectiva. Gravitan entre el naif y el art brut, estilos que a menudo se asocian con la autenticidad y la espontaneidad. ¿Encuentras un equilibrio entre la estructura literaria de tu obra escrita y la libertad expresiva de tu arte visual?

Los estilos que mencionas como eventuales distintivos de mi trabajo –el naif y el art brut- posiblemente sean consecuencia de mi falta de conocimiento académico. No soy ducho en hacer perspectivas, distinguir volúmenes y planos, respetar proporciones, componer, eso que se enseña y se aprende en la academia y que considero fundamental para ser destrozado en propuestas distintas a las formales. Pero hay que conocer lo que vas a derribar, y yo derribo sin conocer las reglas. Eso ya no tiene remedio. Con veinte años menos, yo estaría ahora matriculado en una escuela de arte dibujando pliegues y manteles pero realistamente, centrándome en mi edad, veo que por delante, con suerte, me quedan seis u ocho años de vida. No puedo emprender nada de mayor aliento. Entonces, hago lo que puedo, lo que debo, lo que quiero. Trabajo todo el día en mi taller (además de pintar y dibujar, en ese lugar que me encanta, leo y eventualmente escribo y recibo a mis amigos). Pienso en series de cuadros, por temas, luego prefiguro la ejecución de esos temas distribuidos en diversos soportes. Realizo bocetos, primero con lápiz sobre papel, luego con tizas, en algunos casos hasta boceteo con pintura sobre tela, manteniendo la idea de proceso. Lo que sale al final es tosco, muy imperfecto, crudo; me consuelo pensando que mi situación es la de un aprendiz y que llegará el día en que pinte con mayor rigor y respeto por los cánones. Mientras tanto lo que hago es lo que surge con una fuerza temperada por los bocetos y el tiempo que me doy para pensar cada cuadro.

Vengo de las letras, mis cuadros cuentan historias, algo absolutamente vetado en las escuelas de arte más reputadas. Pero es lo que puedo hacer. Tú estás en condiciones de ver uno de mis cuadros y relatárselo a otro, hay en efecto un relato en cada uno y no sé si eso se trata de un defecto más, pero ya pues, bastante tengo con el daltonismo.

Ambas, me parecen, exploraciones de la belleza en lo sombrío. ¿Son formas de encontrar consuelo en la realidad?

Pertenezco a una generación que en mi juventud nos hizo a algunos mlitantes de lo alternativo a extremar nuestra fascinación por lo marginal y lo que llamas “lo sombrío”. Una visión post romántica y malditista. Era eso tan intenso y coherente que incluso yo llegué a sentir que mi ser, mi cuerpo, mi mente, mi organismo, podían y debían ser testimonios de la decadente sociedad en la que vivíamos, que nos quitaba todo sin darnos nada. A mí la realidad no me gustaba, no confiaba en ella, me producía una intensa frustración. Algo de eso sigo arrastrando hasta hoy y así me iré de este mundo. Nunca me gustó nada más que lo que yo podía elegir y eso te pone en contra de todas las barreras y los dogmas sociales. La consecuencia de optar por una posición así es que te quedas y te quedarás en la orilla de los perdedores. Ese es el bagaje con el que entro todos los días a mi taller y ya adentro comienzo por ejemplo a desarrollar la idea de una serie sobre curanderismo norteño, algo con lo que he tenido vínculos muy fuertes. Prefiguro imágenes, investigo, leo, observo, converso, chateo. Al final queda mi propia experiencia sobre lo que es un camino terapéutico muy sano y limpio, pero en mi versión, se trata de un universo en el que el diablo mete su cola y regreso a los dolores de la marginación. O si trato de desplegar una serie sobre experiencias infantiles en los paisajes imborrables de mi norte – los médanos en los desiertos de San Pedro de Lloc, las viejas lorquianas acariciándome los cachetes, las diversas sociedades mal conviviendo en un Pacasmayo clasista y decadente- cuando me zambullo en ese mundo, lo que saco a la superficie son imágenes agridulces y en mucho, fantasmales.

¿Qué otras obras atesoras en tu taller? Expláyate, por favor.

Cuando yo comencé a dibujar y pintar en 2018 me empujó una fuerza compulsiva que me hacía indetenible. Dibujaba sin poder parar y sin revisar la calidad de mis cosas. Usaba carbones, lápices acuarelables, pasteles secos y grasos y hacía y hacía y hacía sin control. Tengo un inmenso mueble con una cajonera repleta de esas cosas; de vez en cuando hago purgas y descarto cajas de basura pero aun así el mueble sigue lleno.

En cuando a la pintura, he desarrollado a lo largo de estos años diversas series, siempre en acrílico. Comencé fuerte con el tema del abuso sexual a niños por parte de curas perversos. Tengo una buena cantidad de acrílicos que retratan con grosería a obispos y papas metiéndole mano a chicos y adolescentes, algo extremadamente grotesco pero que yo sentía que era lo más interesante para mí en ese momento. Pasé luego a la sátira, retratos sardónicos de costumbres de las clases altas, personajes que llevan en sus rostros y en sus cuerpos la desgracia que ellos aplican a sí mismos y a los demás. Luego fui a “aires de familia”, cuadros un tanto más serenos y ordenados, menos brut, en los que el color se hace más tenue, las formas están mejor definidas lo mismo que las composiciones. Me encanta trabajar sobre papel bulki, tengo una serie por retomar en la que planteo las imágenes de personas reales que por algún motivo han hecho de su sexualidad el tema de sus vidas y las dibujo como esperpentos mientras que alrededor de ellas incluyo textos explicando quiénes son y cuál es su posicionamiento sexual: el hombre con el pene más grande del mundo, Mónica Lewinsky, Porfirio Rubirosa, Julio Iglesias, un actor porno japonés que hace películas sobre viejos y para viejos, Badani, Susy Díaz, en fin. Ahora estoy entrando al asunto del curanderismo norteño y siento que con el acompañamiento de Alejandro Alcázar, aplico mayor rigor en mi pintura que en momentos anteriores.

Perspectivas: ¿un libro nuevo, una próxima individual?

Me gustaría escribir un libro sobre los delirios que me provocaron los medicamentos que recibí para inducirme al coma cuando me agarró un Covid criminal, y tuve que entrar a UCI por casi un mes. Fue un prolongado episodio de una psicosis controlada, producida por los fármacos pero que me llevó a delirios en los que vi mi propia vida desde una óptica diferente, con un verismo impresionante. Pero ese proyecto estará en cola pues ahora estoy embarcado en una muestra bipersonal con Pancho Guerra García para enero próximo, en el viejo Callao recuperado, curada por Bethsabé Ortega. Hay harta chamba por hacer y hago lo que puedo.