Acercarse hasta los bordes del océano y auscultar su inmensidad es una experiencia profundamente inmersiva que trasciende la simple observación de una masa de agua. Es un acto cargado de simbolismo que, entre otras cosas, compromete reflexiones acerca de la existencia humana, su espiritualidad, su anclaje con la naturaleza. Ocurre, pues, que mirar el mar es poner una lupa sobre el origen de la vida misma: allí se formó la primera célula. La primera que germinó en ese océano primordial.

Tal vez por eso allí mismo, en ese caldo esencial, es donde se cocinan a fuego lento nuestras raíces más profundas. Conceptos cardinales como lo sublime, estudiado por filósofos como Edmund Burke e Immanuel Kant, encuentran en el mar una de sus expresiones más puras. Y es también en esa inmensidad, pletórica de poder de belleza, donde concurren sensaciones de asombro y reverencia: allí caminó Jesús, allí Moisés partió las aguas, allí ocurrió ese primer gran naufragio llamado diluvio universal.

Probablemente de esto último hablaba ese alegre grupo de religiosas que aquella mañana salieron a tocar las olas, ese incansable ir y venir que ya es una metáfora perfecta sobre la fugacidad del tiempo, su naturaleza de efímera eternidad. Los ciclos de juicio y redención. La promesa de un nuevo comienzo. La dimensión sagrada y su profundidad. Transición y esperanza. Fe y determinación. Destrucción y renovación. El mar como agente de purificación y recordatorio de un pacto divino.

Y mientras ellas seguramente meditaban sobre todo aquello, el ojo avizor de Sonia Cunliffe (Lima, 1966) permanecía al acecho. Las religiosas, la playa, la arena dorada y esa veladura brumosa escondiendo el azul profundo configuraban un marco perfecto. Las monjas, acostumbradas a la serenidad y el silencio conventual, se dejaban llevar por la libertad que les ofrecía el vasto océano. Jugaban y reían como niñas. Las olas se estaban convirtiendo en cómplices de su alegría, mojando la base de sus túnicas, llenando el aire con un dulce murmullo.

Todo un manjar que Cunliffe —alumna del prestigioso fotógrafo Otto Stupakoff en la Escuela Panamericana de Sao Paulo, entre otros estudios— registró con su reconocido dominio sobre el obturador. Ciertamente, el asunto no es una novedad. En su momento, los celebrados Henri Cartier-Bresson, Elliott Erwitt, Steve McCurry, Ansel Adams, Sebastião Salgado o Hiroshi Sugimoto ya han retratado a monjas y sacerdotes con el telón de fondo marino.

Y en pintura, la cosa se remonta a los albores mismos del gran arte: ya en 1425, Gentile da Fabriano pinta al patrono de los marineros obrando por ellos en una tormenta marina en "El milagro de San Nicolás". Y si Tiziano grafica la relación entre el mar y los dioses en "El rapto de Europa" (1562), Jesús aquieta una oceánica tormenta en "La tempestad calmada" (1695) del célebre neerlandés Ludolf Bakhuizen.

Lo particular en “Las monjas y la mar” de Cunliffe es la sensación de asombro y reverencia que se desprende de aquella conexión espiritual con la arena, el oleaje y el horizonte curvo. Más que un puñado de siluetas contra ese vasto cuerpo de agua, se trata de una larga y minuciosa secuencia en blanco y negro que retrata esa experiencia rica y multifacética que significa conectarse con el origen. Son 25 fotos que nos sumergen en las profundidades de ese turbulento entramado que llamamos existencia.

Al final, quedará suficientemente claro que para capturar todo esto lo más importante no es la cámara: es el ojo.

Lugar: CC Inca Garcilaso.

Dirección: Jr. Ucayali 391, Lima.

Hasta: 18 de septiembre.

Ingreso: Libre.