Hubo un desajuste en el eje. El calendario, en un descuido ontológico, tropezó en la baldosa de Madrid un 27 de mayo cuando Gabriel Núñez del Prado —nombre ya ilegible en su propia sombra— encendió una pira fonética en el ombligo decimonónico del Ateneo. No se trató de un libro. No se trató de un evento. No se trató.
La antigua biblioteca, gruta de polvo filológico, se selló como un túmulo. El público no entró: fue absorbido. El aire no respiraba: declinaba. Desde algún punto sin nombre, la rareza Cristóbal, grabado en papiro inglés con solo 201 latidos tipográficos, fue izado como estandarte roto de una lengua post-cataclísmica.

Marta Sanz pronunció el inicio. Pero no dijo, invocó. Le siguieron Alonso Ruiz Rosas, Adriana Jaramillo, Jorje Eduardo Benavides, sus voces no como voces sino como fósiles vocales desplazando la acústica a una zona previa al idioma. Citaron a Mirko Lauer y a Czar Gutiérrez como quien invoca sellos para abrir una tumba que sangra luz. Cada intervención prefería no explicar sino traducir lo intraducible. Y fallaba gloriosamente.
Núñez del Prado no habló, profanó. Al pronunciar “bibliotecas como tumbas de papel viviente” se desmoronó la noción misma de presentación. Recitó de memoria el poema XIII de Vallejo, redoble encarnado desde la entraña . El quechua (cuchillo) y el latín (jeroglífico) fueron desenfundados sin traducción ni pudor. El inglés se agitó, prisionero sin rescate posible, encerrado en su arrogancia implícita.

-Y entonces: la novela-
Cristóbal no se deja leer, dijo alguien sin boca. Se deja poseer. Fragmentado en 53 espejos rotos que citan códices alquímicos, salmodias de ultratumba y manuales apócrifos de iniciación, el texto se resiste. Hay en su espina una arquitectura del negativo: bestiario sin criaturas, historia sin fecha, cartografía sin hemisferio. Lima, Londres, Huaraz. Ciudades que ya no están donde el mapa las puso.
El Ateneo de Madrid, ante esto, se desdibujó. Dejó de ser el centro. Fue el eco de un centro desplazado. Una ruina activa. Cristóbal fue exhumado. Y los asistentes, sin saberlo, no asistieron. Participaron de una ceremonia. Acordaron sin firmar. Brindaron sin recordar.
Benavides, en un último gesto, murmuró algo sobre Borges y Los ríos profundos. Pero lo que se escuchó fue una jauría de significados sin jaula. La pregunta flotó: “¿Esto es literatura o contrahistoria?”. Y en ese momento, el libro —ese cuerpo numerado como reliquia— se volvió objeto esotérico, virus lírico, metralla mística contra la industria.
Nadie salió indemne. Porque pareciera que Cristóbal, en lugar de presentarse, se implanta. Como espora. Como maleficio. Como un fragmento robado a una lengua que aún no nace. Y quizás por eso, antes de la explosión, solo hubo un silencio. Largo y denso como el que antecede al temblor.
