Entender que la imagen es algo más que registro —destino— es la clave que abre cerrojos invisibles. Por eso Godard sostiene que la fotografía es la verdad estática, un instante donde el mundo se contrae en silencio. Por eso Kertész dice la emoción no se copia, se destila. Por eso Lange advierte que la cámara es un entrenamiento para la mirada desnuda y Cartier-Bresson traza el triángulo perfecto donde mente, ojo y corazón laten al unísono.
La fotografía impresa es un territorio de resistencia frente a la era digital. El papel sostiene y contiene la imagen. La retiene. Le da un cuerpo tangible que envejece y adquiere cicatrices. Un libro de fotografía es un atlas íntimo donde cada página es una geografía de luz y sombra. Su valor intrínseco no radica únicamente en la calidad de la toma o en el prestigio de su autor: está en su capacidad de instalarse en la conciencia como un recuerdo que, sin haberlo vivido, te pertenece.
Así, ver una fotografía impresa es experimentar una temporalidad distinta: no el instante fugaz que se desliza en una pantalla, sino la permanencia de un silencio que se mira. Pero la página no pasa sola, exige un gesto deliberado, una pausa, un roce de los dedos que despierta sentidos adormecidos. El papel respira. La tinta emana un olor mínimo pero insistente. La luz, detenida en la imagen, se expande en la mente del observador como si fuera un pensamiento que, aunque no se formula, inquieta.

-Colecciones de luz-
Sonia Cunliffe aprendió a mirar antes que a fotografiar. Sus años de estudiante fueron un laboratorio de observación y reverencia: asistir a presentaciones, descubrir nuevos ángulos, otros enfoques, renovadas formas de mirar. Y escuchar a maestros brasileños y latinoamericanos desplegar su visión. Ella absorbió esas imágenes como quien respira el aire de una ciudad que aún no recorre pero que ya conoce. Con el tiempo reunió lo que parecen volúmenes, pero en realidad son constelaciones de miradas.
Y las pone a disposición en una exposición donde los nombres son coordenadas de un mapa emocional: Tina Modotti y su militancia de la luz; Kati Horna y su obstinación por mirar donde el mundo se quiebra; Cindy Sherman y la dramaturgia de los rostros inventados; Helmut Newton y su pulso erótico; Graciela Iturbide y la ceremonia de lo cotidiano que se vuelve mito; Martín Chambi, geógrafo de la dignidad altiplánica; Francesca Woodman, que convirtió el autorretrato en una forma de desaparición. Cada uno de ellos construyó maneras de pensar la imagen.
Por eso el libro que los contiene es un oráculo que no habla, pero al hojearlo uno siente que está siendo mirado. Las fotografías, ordenadas en secuencias, generan un discurso mudo donde cada página es una pregunta y la respuesta no está siempre allí. Quizás en otro libro. Pero, con toda seguridad, en la memoria del espectador.

Hoy, en el marco del Festival MAC Foto, Cunliffe abre esa colección como si se tratara de un diario secreto. Más de dos décadas de adquisiciones, hallazgos y obsesiones se disponen sobre mesas y estantes para que otros las toquen, las huelan, las recorran. Entre los libros descansan también las icónicas imágenes de Las yeguas del apocalipsis donde Francisco Casas y Pedro Lemebel demostraron que la fotografía puede ser a la vez herida y bandera.
En un mundo que privilegia la velocidad, esta muestra es una invitación a la lentitud necesaria para mirar. Cunliffe sabe que la clave no está precisamente en acumular imágenes. Lo propio es detenerse ante ellas como quien sueña y no quiere despertar. Porque, como ella dice, “en la mirada está la clave de la fotografía”. Y en su colección esa clave no cierra nada: lo abre todo.
Librería La Rebelde.
Jirón Batalla de Junín 260, Barranco.
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