La tradición geométrica del siglo xx confió al rigor formal una promesa de claridad. Desde Mondrian hasta el primer cinetismo, la grilla fue entendida como un dispositivo capaz de estabilizar la percepción, de rescatar al mundo del ruido. Pero esa confianza —como advirtió Rosalind Krauss— estaba sostenida por una fe moderna en la autonomía de la forma, una fe que hoy ya no resulta inocente. La obra de Jenny Murray se instala precisamente en ese punto de desgaste: cuando la geometría deja de garantizar orden y empieza a operar como un sistema frágil, afectivo, expuesto a la vida.
Formada en el contexto venezolano, Murray hereda del cinetismo algo más que procedimientos ópticos. Hereda una pregunta: ¿cómo comprometer el cuerpo sin reducirlo a efecto. Si Jesús Rafael Soto llevó esa pregunta al extremo al disolver el objeto y obligar al espectador a atravesar la obra, Murray desplaza la experiencia hacia una zona menos heroica y más cotidiana. Aquí no se entra en un ritual modernista porque se circula, se toca, se viste, se habita. El movimiento, más que épica perceptiva, funda una proximidad.

En este sentido, la muestra Geometría sensible es una mutación ética y estilística del cinetismo. Frank Popper entendía la participación como una pedagogía de la libertad. Murray parece menos interesada en instruir que en afectar. Sus dispositivos no enseñan a ver mejor porque alteran la duración de la mirada, modifican el estado anímico, introducen una vibración leve pero persistente en la experiencia espacial. La geometría organiza el campo visual e introduce una inestabilidad emocional que no busca resolverse.
El color, en su obra, no funciona como fenómeno aislado ni como cita histórica. Opera como condición atmosférica. En términos deleuzianos, produce intensidades que se sostienen por sí mismas. Por eso la cercanía con el diseño, la moda o la intervención urbana supone una dilución del campo artístico y una expansión material de sus efectos. El color, al adherirse al cuerpo o a la ciudad, deja de ser contemplado y comienza a actuar.

Desde esta perspectiva, la insistencia de Murray en trabajar con comunidades, con jóvenes con habilidades especiales o en el espacio público no responde a un programa social ilustrativo. Responde a esa intuición más profunda que todos llamamos percepción. Ella es siempre relacional y toda forma que pretenda aislarse traiciona su propio tiempo. Como sugería Merleau-Ponty, no vemos el mundo desde fuera porque estamos comprometidos en él.
La obra de Jenny Murray no promete revelaciones ni propone sistemas cerrados. Avanza por acumulación sensible, por deslizamientos, por una lógica de contagio perceptivo antes que de demostración. Su geometría no corrige la realidad ni la ordena, más bien la acompaña. Y en ese acto, silencioso pero persistente, el arte recupera la capacidad de modificar sin imponer, de afectar sin declarar, de permanecer sin clausurar el sentido.
